28 octubre, 2015

Violeta a los 15

Lo que daría por ser fea, pensaba Violeta. Y es que su abuela le repetía hasta el cansancio: "la suerte de la fea la bonita la desea. Si crees que los jóvenes se te van a acercar con esa cara estás muy equivocada, Violeta. Ellos te tienen miedo". No es que fuera tan bonita, pero con el pelo del color de la miel y los ojos entre verdes y azules, no era fácil pasar por común y corriente entre la mayoría de pelo y ojos oscuros. Todas las chicas querían ser su amiga, en ese departamento no tenía quejas. Pero cuando por fin su mamá la dejó ir a las fiestas de la María Eugenia, no tenía un pelo de confianza en sí misma. Pelos de los otros sí tenía, y muchos. Hacía dos años que había empezado a depilarse con cera. ¡Qué dolor! No había sentido tanto dolor en su vida desde que se quebró el brazo hace 5 años. Un día horrible. Todos estaban viendo cuando Tom le tiró el triciclo del hermano chico justo delante de su rueda para que se cayera; en esa calle corta y empinada que bajaba del cerro. Ninguna de sus amigas era tan valiente como ella. Y no es que tuviera que pensarlo mucho, tenía condiciones de deportista extrema desde chiquita. Había un solo chico que podía ganarle en esas carreras cuesta abajo, su vecino el Pedro
Fue en ese verano cuando empezó a sospechar que los niños la odiaban. Pedro, que había sido su compañero de tantos paseos en bicicleta ya no quería salir con ella. Buscaba escusas y ya no la miraba directamente a los ojos. Si le hablaba era para decirle pesadeces o reírse de lo que llevara puesto. Cuando pensaba en el Pedro ahora, después de que se le llenó la cara de espinillas, le daba mucha pena no poder superar el resentimiento e ir a verlo para conversar o ver tele juntos.
Estos tres últimos años no podía recordar un sólo momento agradable con sus amigos del barrio y ella pensaba que se debía a que era bonita.
Lo más extraño de todo es que cuando se miraba al espejo no se encontraba bonita. Veía una cara cuadrada, cejas enormes, pelos desordenados, ¡bigotes!, los dientes de abajo chuecos y las orejas super pailonas. Si se miraba en el enorme espejo que su mamá tenía justo antes de bajar la escalera del segundo piso se veía amorfa. Gorda con las piernas chuecas. Si se miraba de espaldas se la cuestión se volvía un drama. Su mamá le había dicho, cada vez que iban a la modista, que era importante disimular ese trasero. Y su abuela como en coro decía: "tienes el mal del tordo: las patas flacas y poto gordo". Tantas veces terminaba llorando después de esas pruebas con la modista que sólo servían para recordarle lo poco gracioso que era su cuerpo. 
Violeta sentía que tenía que hacer algo al respecto, que ésta diferencia entre lo que ella sentía sobre su apariencia y lo que sus amigas le decían tenía que resolverse o si no se volvería loca. Pensó varias alternativas, desde hacerse daño en la cara hasta irse con el circo de Las Águilas Humanas. No le tenía miedo a estar en las alturas. De hecho muchas tardes pasaba el aburrimiento subiéndo al techo de su casa desde donde se alcanzaba a ver el mar. Allí se ponía a imaginar que Raúl la venía a ver y conversaban sobre los países que él visitaría cuando se fuera en sus viajes como cadete marino. Si no fuera por que Raúl le había dicho que era bonita, ella no lo creería. Pero también sabía que no podía confiar en Raúl y tenía que tomar el toro por las astas y hacerse cargo de su problema, ella sola.
Y así fue como violeta entró al club de tenis y comenzó su afición por competir. Ella no sabía cómo funcionaba exactamente esto del deporte en su psiquis y no le importaba saberlo. Sólo quería jugar tenis todas las tardes y sentirse maravillosamente bien cada vez que terminaba otra jornada de esfuerzo y diversión. Y entonces conoca Marcelo Ochoa...