22 octubre, 2015

Violeta en el sur

Nuestro planeta tiene muchos lugares hermosos, pero sólo con algunos pocos establecemos conexiones espirituales que duran para siempre. Cada cierto tiempo la nostalgia por esos lugares nos llama a regresar a ellos y hay que volver. Los papás de Violeta volvían cada año al sur de Chile, y como si se tratara de una peregrinación iban de camping, con tiendas de campaña precarias y lo mínimo en comodidades, para que así la naturaleza fuera la protagonista principal de sus vidas, por lo menos por un mes.

Ir al sur era para gente con espíritu aventurero, gente de gustos raros que tenía una idea romántica de la naturaleza, que no le importaba verse o sentirse pobre. Pero sobre todo, eran personas que no temían estar lejos de la civilización. Por eso los papás de Violeta buscaban lugares solitarios, a la orilla de algún arroyo, o cerca de la playa de algún lago que aún no estuviera modernizado con casas de veraneo. Sus papás preferían pedir permiso para acampar en la propiedad de algún lugareño que entendiera la necesidad de los citadinos por escapar de la ciudad antes de ir a un camping público

Algunos pueblos del sur quedaban tan lejos de la civilización que Violeta sentía que retrocedía al pasado, o incluso que estaba en otro planeta. Después de un día de viaje y a veces más, llegaban a algún pueblo remoto, donde cubiertos de tierra del camino entraban a la única tienda de abarrotes que existía a muchos kilómetros a la redonda. Lo primero que hacía el papá de Violeta era presentarse, conversar un poco, y luego pedir señas de lugares donde acampar.  
Violeta adoraba esas tiendas de abarrotes, y mientras sus papás conversaban con el dueño, ella y su hermano exploraban la tienda. Las vitrinas pasadas de moda con artículos antiguos era un imán para su imaginación. En esas tiendas, oscuras y frías, se vendían rifles y municiones, libros y enciclopedias junto al arroz, el azúcar y los fideos. Caramelos, carne seca y garrafas de vino tinto se apilaban junto a la ropa de cama, las toallas y los ponchos de lana. Todo se vendía a granel, sin etiquetas ni empaquetado pretencioso. Allí había lo básico en artículos de farmacia, juguetes y ropa interior. Adentro olía a oveja, a cuero y a herrajes. De la tienda había que llevar muchas cosas: la lista editada del camping del año pasado decía que no podía faltar ni el pisco ni el vino. No había que olvidar los cigarros ni los fósforos. Había que comprar mucho papel de baño, una lata de Nescafé y dos de leche condensada. El tocino tenía que ser local, y también los huevos y el queso. Y como no llevaban refrigerador había que comprar hielo para mantener frescos los peces que el papá de Violeta pensaba pescar. Este año quería romper su record y sacarse una foto aún más impresionante que la del año pasado. No era secreto que de todas las novelas que había leído, con el protagonista que más se identificaba el papá de Violeta era con el pescador de El viejo y el mar, de Hemingway. En lo único que pensaba ahora que por fin estaba en el lago escogido, era en enfrentarse mano a mano con alguna trucha que le diera de qué hablar de regreso en la oficina.

Y es que el plan general era alimentarse de la pesca y de los productos del lugar. Se trataba de solucionar los problemas cotidianos con creatividad y paciencia. Por eso los papás de Violeta seguido presumían de lo capaces que eran para hacer de su entorno salvaje un hogar. Inventaban sistemas de aseo y lavado de platos. La construcción del wáter, por ejemplo era siempre causa de celebración. Porque defecar al aire libre era una especie de rito de paso para los verdaderos campistas. Ese asunto era razón suficiente para que muchos no se aventuraran a lugares salvajes y prefirieran quedarse en los pocos lugares que existían para camping, todos apretados, con las carpas unas al lado de otras, donde se podía escuchar todos los ruidos que no queremos escuchar de los vecinos.

La naturaleza, para que tuviera un efecto majestuoso y misterioso se debía experimentar en silencio, lo más alejados del ruido humano; esa era la visión de paraíso terrenal de los padres de Violeta. Pero la experiencia no era de austeridad sino todo lo contrario; habían muchos bichitos y plantas por descubrir, en lugares que parecían vírgenes a los ojos humanos. Todos los días salían a recorrer los alrededores, siguiendo la vera de un río en busca de copihues o alguna otra flor exótica de bosque frío. Buscaban piedras raras y puntas de flechas, helechos para llevar a casa y leña para la fogata. La hora más bonita era la de los atardeceres en el lago. La vida cotidiana se teñía entonces de una luz misteriosa y esto alimentaba la imaginación de Violeta.

Un placer que todos compartían era el de dormirse escuchando el viento de los pinos y alerces, o el agua del arroyo cercano o las olas del lago. Leían mucho y les gustaba embarcarse en conversaciones importantes. Así les llamaba Violeta a esas conversaciones porque se trataban de cosas que ella no entendía bien y sobre las cuáles tenía muchas preguntas. El papá de Violeta esperaba a que la mamá retirara los platos de lo que él había cocinado y entonces se preparaba para la conversación de sobremesa poniendo la tetera para el café. Mientras su hermano jugaba por ahí cerca, Violeta esperaba el pase para la plática:

-A ver, Violeta. ¿Ya pensaste bien tu pregunta?
-Sí.  
-Muy bien. ¿Y de qué se trata? 
-De los marcianos.
-¿Los que viven en Marte? 
-¿Tú sabes dónde viven?
-No, pero así se les llama a los que viven en Marte.
-¿y sabes cómo son?
-No lo sé...  
-Pero, ¿cómo sabes que existen, entonces?
-No se sabe.
-Pero, ¿mo tienen nombre si no existen? ¿son como fantasmas?
-No, es distinto. Ese es su gentilicio.
-¿Su qué?  
-Un gentilicio es el nombre que se le da a las personas que son de un lugar. Anda a buscar el diccionario a la carpa. Pero no despiertes a tu mamá.

Violeta pone cara de disgusto. No quiere ir a buscar el diccionario porque sabe exactamente lo que va a ocurrir: su papá buscará la palabra marciano y le pedirá que lea la definición. Luego leerán la definición de gentilicio. Luego dará ejemplos de los gentilicios de planetas y se pondrá a hablar solo como lo siempre lo hace. 
Violeta se atreve a decirle que no quiere ir a buscar el diccionario. Se lo dice despacito y con mucha precaución.

-Haz me caso, Violeta -dice su papá poniendo cara de maestro.
-Es que yo quiero saber cómo son los marcianos. Eso, nada más -Y Violeta sabe que eso no servirá de nada. La orden ya fue dada y no habrá vuelta atrás. Piensa rápido y dice:
-Es que yo vi algo raro. En la tarde. En el lago.

El papá de Violeta la mira inquisidor. Está dispuesto a posponer su orden.
 -¿Cómo era?
-Era café. Salió dos veces del agua, y se movía hacia allá -dice Violeta apuntando a la desembocadura del arroyo.
-¿Era grande?
-Enorme, papi. Y brillaba. Como de metal. ¿Tú crees que tenga una armadura como los españoles que llegaron acá primero?
-Ellos no llegaron primero, Violeta, ya te lo he dicho muchas veces.
-Pero eso dice mi maestra
-Tu maestra no sabe nada...
-¡Lucho! -grita la mamá de Violeta desde la carpa

Silencio total. El papá de Violeta se termina su café. Tiene una enorme sonrisa en la boca. Violeta sabe que se libró de ir a buscar el diccionario.

-Esto es lo que vamos a hacer, Violeta. Vamos a ir a pescar ese marciano. Vas a ver qué rico queda con papas y cebollas.  
-Me estás mintiendo. No te quiero.
-Lo que viste es una trucha, mi amor. Las escamas brillando a la luz del sol mientras daba saltos en el agua fría del arroyo.
-Aaaah -dice Violeta desilusionada.
-¿Alguna otra pregunta?
-Sí. ¿No deberían llamarse laguianos, los peces? El lago es como su planeta, se mueren si salen de ahí.
-¿Quieres ir por el diccionario?
-¡No! Quiero que tú me respondas.
-Ve por la caña de pescar. Yo voy por la caja de anzuelos. Y conversamos sobre las palabras mientras pescamos ese laguiano, ¿te parece bien?