09 octubre, 2015

Violeta y el agua. a1.


a1.
Violeta tiene 6 años y está viendo a su papá cocinar huevos con tocino. Huele de maravilla. Ella está feliz viendo cómo chisporrotea el sartén. Entre que le da miedo y le fascina. No puede dejar de mirar toda la operación de manos expertas en la manipulación de herramientas y alimentos. La Violeta, no puede dejar de mirar. Está fascinada, inmensamente feliz. Su papá solo para ella, los dos juntos en un proyecto importante: el desayuno. Él está gozando tanto como ella, lejos de la consulta y de los dolores de muelas. Y la naturaleza afuera mansa por ahora, pero igual, inmensa. Están protegidos sólo por una tela. Violeta siente el frío de la neblina entrarse por todas partes como el amigo fresco de la familia. La arena está fría pero Violeta sabe que más abajo está el calor del día de ayer así que entierra sus pies chiquititos hasta sentir que tiene puestos unos zapatos de arena. El olor del mar, de arena, de plantas de esas que crecen en la duna, es también embriagante y salino. Violeta apenas escucha las olas, son olas de mañana nublada. De esas olas bajitas, que casi no se pueden llamar olas. Sabe que por ahora, el mar es un león dormido. Pero en ese momento Violeta no tenía miedo, porque todo eso de allá afuera era sólo el fondo del cuadro completo, paisaje azul morado, celeste y distante. Ella estaba con su papá cocinando, y él no daba ni señas de sentirse intranquilo en medio de la fiera naturaleza. Violeta lo había visto contemplarla. Fumando. Fumando y contemplando. Como si se lo quisiera aspirar todo, miraba todo y todo entraba en la memoria como para quedarse allí para siempre. Era su gran amor, el paisaje, el mar, el horizonte, las dunas, el cielo.
-La mamá se despertó, dijo el papá de Violeta.
A ese recuerdo volvía Violeta, en las noches en que no podía dormir. Ahora que su vida estaba dedicada a la Reconstrucción, su recuerdo favorito era el de ese paisaje marino, húmedo y fresco, lleno de agua. No quería olvidar que algo diferente había existido, que la superficie había sido hace poco, pura y poderosa. Pero muchos nunca la vieron así. No la conocían como objeto de admiración o contemplación. 

Ese hogar temporal de carpas de tela, el sonido de las telas moviéndose con el viento cuando soplaba fuerte, no era para muchos una experiencia placentera, como lo había sido para su familia. Ese contacto con la tierra, con este planeta, con el agua y el cielo, era lo que ahora la ponía melancólica y dudaba de que algún día volvería quizás a vivir así, tan lejos de la civilización.

Recordando esa comunión, Violeta olvidaba por un momento este otro mar gris, este mar de cemento, duro, caliente y agresivo que llamaban el Refugio. 
Las cosas habían cambiado mucho después de la gran catástrofe. Para siempre. Por lo menos para todo lo que le quedaba de su vida, ahora que la gente se moría más joven de nuevo, quizá sólo tuviera 20 años por delante. El calor era constante e insoportable, su piel estaba escamada, especialmente en las manos y los pies. Tenía pequeñas ampollas de agua que no quería salir a la superficie, como si el agua misma supiera lo que le esperaba en esta nueva tierra roja y caliente. Las ampollas se secaban y la piel se ponía dura y luego se caía. Las manos y los pies, los labios y el pelo estaban todo el tiempo resecos. Violeta hacia todo tipo de mezclas caseras para ponerse en la piel y el pelo, y a veces usaba aceite de coco. Era ese olor el que la transportaba a su pasado de gente echada en la playa tomando el sol con toda naturalidad. Acá ya no se podía dar ese lujo: era necesario cubrirse los ojos constantemente con algo que se pudiera mojar.